miércoles, 26 de agosto de 2009

Una nota más bien personal y egoista

Tan remota pareciera hoy día aquella infancia en que ese trapito azul y blanco representaba solamente la alegría de un feriado septiembrero, ese trapito de las estrellas desangradas que al sol se tuestan sobre la espalda de un pueblo en cada jornada de lucha, ese trapito que hoy vale la vida y el alma. Mi bandera, ahora si, mi bandera, ese lampo de cielo. Y es que fue hace un par de días apenas cuando mi mundo era el mundo de incognita de un adolescente inconforme, el cliché cultural del rebelde sin causa, del mocoso impertinente, del joven extraño, del muchacho ese problematico. Entre los versos y la guitarra trovadora de un Silvio Rodríguez que en las portadas de los discos de mi imaginación no envejecería nunca y las páginas amarillentas de los viejos libros que desde "edades inapropiadas" pasaban presurosos por mis manos llenandome la cabeza de ideas que con suerte comprendía a medias la primera vez, y luego la segunda, la tercera y la cuarta hasta que finalmente cuando ya mi cara comenzaba a ser más larga y mi quijada más cuadrada, materialismo dialectico, socialismo, comunismo y tantas otras de esas palabras raras que los profesores de sociología te repiten a la saciedad sin explicarte nada, llegaron a significar algo para mí, pero siendo aun solo conceptos, solo utopías de sueños irrealizables. Y todas aquellas historias de esa madre que paso tantas cosas en esas decadas que en la imaginación no cabían, y los esquivos comentarios de ese padre que aun hoy guarda bajo llave en su memoria esa historia misteriosa de su juventud revolucionaria, parecía que eran fragmentos de alguna novela sudaméricana, la historia de cómo la conciencia social y el deseo de forjar un futuro más justo juntaron a ese par de personajes aparentemente tan distintos, tan antagonicos, tan injuntables, la historia de como aquellos tiempos desesperados de miedo y persecución llevaron, de algún modo inexplicable, a mi nacimiento. Pero poco a poco las palabras calaban más hondo y mi aprecio y admiración por papá y mamá crecía, como también lo hacía mi frustración ante la apatía amodorrada de esa mi generación tan perdida en las fauces del monstruo imperialista. Pero poco a poco la impotencia se convertía en resignación, me fui integrando al sistema, me fui "formalizando", me fui haciendo amigo de aquella gente a la que no soportaba, incluso llegué a apreciar a algunas de estas personas. Silvio aun no envejecía y los libros seguían siendo libros, al Ché lo imprimían en tantas camisetas que se volvió moda y Honduras tristemente jamás cambiaría porque este pueblo no vería nunca más que rojo y azul. Fue entonces, cuando parecía que para mí no había más que arte reciclado, que la monotonía gris de la rutina, que los días felices de adolescente enamorado, que la intelectualidad vana de cafetín, fue entonces que lo impensable pasó. En una madrugada oscura el tiempo se fue corriendo para atrás, y de pronto todas aquellas viejas historias y libros a medio carcomer saltaron del papel y el recuerdo y se amontonaron en las calles bachosas de esta Tegucigalpa "putilla" como dice Mcdonald. Las máscaras se cayeron de golpe y el mundo ya no era el mundo que yo veía a través de un cristal. Y así de un día a otro pasé a ser un hombre aunque mi rostro aún acuse esas facciones de adolescencia aniñada, así de un día a otro, violentamente, las alegrias de los feriados septiembreros pasaron a ser un recuerdo borroso e incluso a momentos indignante. Así de un segundo a otro me encontré viviendo en un mundo que me es tan familiar y a la vez tan extraño, como un viejo amigo que después de diez años es el mismo y sin embargo ya no le conocemos. El pueblo de Honduras le ha abierto la ventana a la luz para que este oscuro rincón en que los golpistas nos han encerrado no logre asfixiarnos. Y ahora yo, aquel muchacho impertinente y quizás a veces demasiado soñador, amo con más intensidad que nunca, pues amo vivo y despierto, amo de pie y a gritos de dignidad, amo con el corazón bien ensanchado en la mano. Porque mi lucha y la lucha del pueblo de Honduras es una lucha no de odio, sino de amor, de amor a la vida, de amor a la patria, de amor a esa mi compañera y amiga que sostiene firme mi mano en las tardes flacas y descorazonadas, de amor a la madre que con el corazón encogido me ve siguiendo esa lucha que es tan suya hoy como hace dos decadas, amor al padre que con el orgullo contenido y la angustia acorralada me aconseja prudencia sabiendo imposible e incorrecto detenerme, amor a la hermana y el hermano complices, a los amigos cuyos rostros son incontables en la multitud de este pueblo que me ha devuelto la esperanza aún cuando las cosas son más duras de lo que jamás creí ver. Amor a la dignidad de nuestros compañeros y nuestras compañeras que fueron detenidos y ultrajados por los gendarmes rabiosos que protegen a la oligarquía, estas personas que sin importar todo esto siguen en la lucha, pese a las mentiras y las calumnias, pese a las ridiculeces intolerantes de estos fascistas, grandes y pequeños, de los de saco y corbata, de los de sotana, de los de moteado y de los que llevan camisas de la selección y pelotass de fútbol por cabeza, de las mujeres que no tienen dignidad y llevan nombres prestados, de quienes piden paz a golpes. Ahora Silvio ha envejecido y los libros son libros de historia viva, y yo guardo en una cajita mi amada infancia y mi intermitente adolescencia, para correr el peligro de crecer y madurar, para cruzar timidamente la frontera hacia la adultez, pero no lo hago solo, lo hago junto a un pueblo que se despertó finalmente y avanza con paso firme hacia el arduo trabajo de construir un futuro que sea nuestro.

A.S

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